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Dónde está la tumba de mi viejo.

jueves, 26 de diciembre de 2013

No entraré demasiado en detalles del cómo, pero me he pasado más de una hora paseando por mi expueblo, como me gusta llamarlo. De camino iba repasando quiénes vivían o habían vivido en las casas delante de las cuales iba pasando. Qué montón de gente con la que ya no tengo ninguna o prácticamente nula relación. Mientras iba andando, luchando contra un viento malhumorado, con el sol dándome en los ojos y sin apenas ver nada, iba sonriendo, pensando que en realidad, no estoy tan hecho polvo como me quiero hacer ver las más de las veces, sino que debería estar feliz por haber llegado a ser quien soy hoy en día, porque por mucho que tenga días más buenos que otros, sigo habiendo conseguido una lista encomiable de éxitos y satisfacciones, aunque me niegue a verlo o aunque piense que nunca he tenido ambición.

Además de pensar en quiénes vivían por aquellas calles, me he puesto a rememorar muchas situaciones que me han pasado a lo largo de las dos últimas décadas y media, desde heridas, cuyas cicatrices me sirve de constante recordatorio, hasta peleas, lágrimas, risas, botellas vacías, colillas, firmas, besos, abrazos, despedidas y encuentros, perdones y gracias, malentendidos y batallas, contra uno mismo o contra quien se pusiese por delante.

Y al final, de tanto avanzar calles y calles, he llegado al límite del expueblo, al cementerio, he recordado que mi padre está muerto, y que ni siquiera sé si está enterrado alli, de hecho, ni siquiera sé si está enterrado o fue incinerado o dado a la ciencia, pero no podría buscar su tumba hoy; el cementerio estaba cerrado. ¿Qué impresión debe causar el ver la tumba de alguien con el que compartes nombre, y lazos de sangre, y odio, y una historia en común? ¿Una mezcla de alivio, asco, odio, pena, indiferencia, displicencia, envidia. morbo y un vacío inmenso? ¿Cuál es el propósito de todo, entonces?

En este océano de caos, nada es eterno.

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